Puede que sea por el nuevo hábitat que se forma entre la pandemia o el pandemonio, pero la vida de internauta ahora despierta con un “Piden cancelar a…” y por todo el día se libran intensas batallas con comentarios desde el “sí, qué bueno” hasta el “maldita generación de cristal”. Así se mueve la ahora (¿mal llamada?) ‘cultura de la cancelación’.
Desde El País, hasta algunos (muy pocos) medios locales, se ha planteado la cuestión al respecto que permea de fondo: ¿dónde dibujas el límite? ¿dónde estás afectando la libertad de expresión?, o más aún: ¿estás reduciendo a una persona solamente a una frase, dicho o acción?
Hablamos de ‘cultura de cancelación’ a ese fenómeno mediático-político desarrollado mayormente en las redes sociales en el que se le retira el apoyo a figuras públicas o empresas luego de determinada postura o expresión (ojo:) agresiva, discriminatoria, racista, machista o trans/homófoba, principalmente. El paréntesis va desde aquí, porque ya de entrada tenemos el primer conflicto y es justo ese que surge en la definición que algunos dan y que supuestamente implicaría toda aquella postura o expresión “ofensiva” o “desagradable”. No obstante, de ser así, el límite queda aún más borroso pues lo “ofensivo” o “desagradable” tiene tintes subjetivos y no a todos nos ofende lo mismo, ni tiene por qué, así como tampoco a todos nos desagradan las mismas cosas y no tiene por qué. No hablamos de gustos, hablamos de actos violentos.
Podría entonces, ya desde aquí, brindarse un poco de luz hacia este ‘boicot estilo Lolita Cortés’ (no precisamente novedoso, pero sí cada vez más extendido) si nos preguntáramos: ¿apoyaríamos que, en el estadio, frente a miles de personas, un alguien insultara a las personas por su color, sexo, género o condición social?
Y es que constantemente olvidamos que las redes sociales no son sólo una conexión yo-smartphone, sino que ahora nos conectan con millones de personas. Nos hemos sumergido en un mundo en el que nuestros ‘chistes’ con contenido discriminatorio ya no llegan sólo a los compas de la cuadra en el que el pacto era entendido y aceptado, sino que llegan a miles de millones, convirtiéndose en una especie de altavoz con el que nadie aceptaría esa voz discriminatoria o atacante, mucho menos a las minorías.
Nadie, a no ser por personas con verdaderos trastornos, se dirá a favor de la violencia o de los discursos de odio. Nadie iría por la ‘vida real’ gritando que quiere golpear mujeres o que quiere hacer daño a niños, gente de color, pobre, etc. Y es por ello que se vuelve entonces hipócrita pensar que no lo aceptaríamos, pero abogar por el poder decirlo a miles de personas, no por ser sólo “ofensivo”, sino porque transgrede la dignidad e integridad de esos otros seres.
Podemos, hasta aquí, ver que deja de ser un tema de sensiblería o de ser “generación de cristal”, sino de pensar como en este ejemplo que brinda Sacha Barón Cohen en un discurso para los Premios de Liderazgo Internacional ADL: “si un neo-nazi entra marchando en un restaurante y comienza a atosigar a los clientes diciendo que él quiere matar judíos, ¿estaría el dueño del restaurante de la empresa privada obligado a servirle de manera cordial? ¡Por supuesto que no! El dueño del restaurante tiene todo el derecho, y hasta, considero yo, la obligación moral de sacar a ese nazi tal como” en las redes sociales.
Las palabras que expresamos son reflejo de nuestro pensamiento y de nuestro pensamiento surgen nuestras acciones. Son finalmente estas las que hablan de quiénes somos. Como personas, realizamos, pensamos y decimos múltiples cosas, no hay villanos ni héroes. No hay quien “esté libre de pecado” y “pueda tirar la primera piedra”, hemos hecho como tanto bien, como tanto mal, entonces, ¿por qué juzgaríamos tan terriblemente a alguien sólo por una cosa que hizo o dijo mal? Bueno fuera que siempre fuera “una sola cosa”, pues tristemente cuando la cancelación procede es porque hay más de una.
Aquí entra el decálogo que realiza Andrés Barba en El País bajo el título: Diez apuntes sobre la ‘cultura de la cancelación’, con el que nuestra brújula puede afilarse aún más y guiarnos en horizontes donde no se caiga en el populismo, politización, puritanismo, difamación, venganza o demás pecados de este linchamiento virtual. Hay que decirlo: no todas las cancelaciones proceden, no hay ‘linchamiento’ que pueda abarcarlo todo y no son tantas mentiras como a veces creemos. Cada caso es distinto, cada proceder debería serlo. Necesitamos ser más críticos.
“Para cada acción, hay una reacción”, ante cada daño, hay una víctima, y en lucha por esta empatía nos afianzamos a ella para enfrentar al perpetrador buscando justicia. Denunciamos, la denuncia no procede por un sistema legal absurdo, ridículo o poco justo. Denunciamos, procede… ¿qué sentencia le pondrías tú? ¿qué sentencia resarciría verdaderamente los daños? Algunos gritan: “¡la muerte!”, otros piden más violencia. Del otro lado, perdonar también es otra opción, ignorar o ‘cancelar’… a veces no hay mayor venganza que la del olvido.
Todo lo que somos habla, finalmente, y este fenómeno en crecimiento también, ¿qué nos dice? Habrá que leer entre líneas, pues detrás de este fulminante silencio se encuentra la voz de la injusticia y entonces no habría por qué enojarnos contra el síntoma, sino con la enfermedad, para en vez de gritar “¡cancelen la cancelación!”, decir “¡cancelen las agresiones!”, “¡cancelen los daños!”, “¡cancelen las injusticias!”… Pero hasta que esto suceda, hasta entonces, se cancelará la ‘cultura de la cancelación’.
Me autonombro Viernes. Soy editora y periodista cultural, melómana y senderista lingüística. He trabajado en medios locales ‘formales’ y ahora le apuesto a lo independiente con la página Reflektor con alto contenido musical.