En León y en ninguna parte por Joan Carel

Hay que ser un héroe para enfrentarse con la moralidad de la época.

Michel Foucault

Yo soy de León, Guanajuato, pero hace tiempo perdí el “cantadito” en la voz y el orgullo por el gentilicio. Ese “bonito” tan difundido por la popular canción1 le es ajeno e incongruente cuando se conoce desde la cuna su sutil restricción asfixiante.

Efrén Hernández, escritor leonés de la primera mitad del silgo XX –poco conocido, quizá por tomar conciencia de esa realidad opresiva y aplastante–, muestra en una de sus obras2 la condición de los habitantes de esa tierra, aislados e incomprendidos por una moral irracional, acérrima e hipócrita, cuya máxima es la simulación de la corrección social, aunque, en la práctica, los códigos develen individuos nefastos e inmersos en un modo de vida donde la destrucción del otro y, con ello, la de sí mimos –basta un gesto cruel o una palabra áspera– aminora la eterna sensación de soledad y desgarre. Y sí, los habitantes de la “capital no oficial” o la “ciudad grande” (“ciudad de primera” es el eslogan ahora) no son más que pobres y no tan pobres cuyo afán diario es darse ínfulas de “pudientes”, ricos o importantes. Ahí, casi como premisa foucaultiana, el poder, cuando se adquiere y sin importar su forma, es un arma insoportable y adictiva que quema de inmediato la boca, los ojos y las manos.

Mi residencia actual no es tan lejana a León, mas mi corazón está distante. A veces, las noticias me llegan como provenientes de un universo desconocido, pero duelen a profundidad por absurdas e inverosímiles, por reales y letales. Esta madrugada en redes sociales, vi a muchas de mis amigas publicar, con indignación y sin descanso, evidencias y testimonios de los ultrajes de ayer (22 de agosto), en la Calzada de los Héroes al transcurrir la marcha de protesta ante el acoso y la violencia de género ejercida por las autoridades policiales (el caso de Evelyn, en específico), quienes, irónicamente, deberían velar por la integridad de los ciudadanos. Muchachitas y cada vez más señoras, aunque siguen siendo pocas, se sumaron a la manifestación, de la cual desaparecieron varias integrantes de los colectivos al ser aprehendidas so pretexto de desacato a la autoridad y daños a la vía pública (al Arco, al nombre, a la caseta vil y a las patrullas intocables) siendo agredidas sexualmente durante el arresto, cual si fuera afirmación y regodeo del delito denunciado. La mayoría de esas mujeres son jóvenes y, por fin, a fuerza de las condiciones, están teniendo el valor de hablar fuerte y claro, de incomodar a una población acostumbrada a los murmullos, a las apariencias y a las medias verdades. Tristemente, otras mujeres con uniforme (tantas veces sometidas y menospreciadas en su ámbito) fueron comisionadas a acallar la protesta con permiso para utilizar la fuerza, actitud que ya se ha normalizado.

Muchos dirán que no todos los policías son malos (cierto), que sólo siguen órdenes o “hacen su trabajo” (aunque tantas veces han estado ausentes en las zonas con alto índice de riesgo o no responden a los llamados urgentes, quizá por estar coludidos en los hechos criminales), pero pocos podrán asegurar que jamás han experimentado, presenciado o sabido de un abuso de autoridad o un acto de corrupción por parte de las o los oficiales. En esa ciudad donde todo es “esplendor y bienestar”, todas alguna vez hemos sufrido un acto de violencia sexual, no importa el grado, incluso desde niñas, a plena luz del día y con la calle repleta de silenciosos testigos oculares, porque ese es otro rasgo inherente del buen leonés, no meterse donde no lo llaman, o más bien, callarse ante la injusticia, pues es más fácil no romper el código que algún día le será útil cuando se convierta en infractor y requiera que otro se calle.

Entre la gente leonesa hay clases. Los que viven en el norte (en su mayoría) son los poderosos, por astucia, por herencia, por suerte, o, aun cuando el sueldo les caiga a cuenta gotas, por discurso, por geografía o por imagen (titular en el periódico, club, carro, renta y colegio impagables). El resto es el resto, no importa el grado académico, el empleo, el oficio, el residencial ni el barrio. Por supuesto que entre ellos se distinguen y procuran no mezclarse, pero, siempre y a fin de cuentas, ocurre lo mismo arriba o abajo: ese ritual de jactancia y simulación de “idealidad”, característica imperante, esencial y de la que se ensalzan los locales, así como de sus alimentos típicos inusuales en donde, sin querer y a su pesar, se evidencia una clase sobreviviente a sus circunstancias: piel sobrante de los cortes textiles convertida en chicharrón combinado con chile ácido (el duro y la guacamaya), vinagre caloso con jícama de agua y más chile (caldo de oso) o tacos dorados (de aire) con lechuga que se cultivaba cuando la ciudad era campo, y más chile porque “si no, no sabe”. La marca de supervivencia está implícita en diversas labores de forma estratificante, aunque sea incómoda y se rechace, por ejemplo, en el área de la seguridad pública (la policía) donde la mayoría de los reclutas, sin importar los peligros, llegan a corta edad, sin estudios, con familia, con hambre y con urgencia de un trabajo estable, a aprender y perfeccionar las mañas de rapiña de los altos mandos y de quienes llegaron antes.

“Fiera” es el sobrenombre favorito en aquel terruño, quizá porque la ceremonia del juego futbolístico en el refugio del estadio es el único sitio apto para liberarse. Sin embargo, esos rasgos bestiales, salvajes, están presentes en la cotidianidad, en su gente que vive del chisme entre dientes, de la mirada desdeñosa, de la censura inmediata y el juicio implacable, de la resignación, del conformismo… y eso último, hijo de una ignorancia tan justificada y protegida, es lo más grave. No por nada existen tan arraigadas esas frases icónicas leonesas: el intrigoso “pues…”, el impasible “ya que…”, el indiferente “sabe…”. La ferocidad es incontenible y más cuando la represión es un estandarte infranqueable; el “mocho” y el poderoso, además ignorantes, son capaces de los actos más atroces y deleznables.

Hace tiempo partí de esa tierra y descubro, cada vez que vuelvo, cómo mi identidad se ha ido difuminando. Tal vez es necesario salir, huir, como el buen Efrén, para notar esa herida que sigue sangrante, para descubrir que, aunque se oculte, se niegue y se aborrezca, es una cruz impuesta difícil de enterrarse. Tal vez por eso escribo ahora y me parece ya un acto de rebelión importante; tal vez, si hubiera permanecido allá algunos otros años, no aguantaría esta rabia atorada el pecho desde siempre y saldría con esas mujeres a liberar la furia, a gritar, a rayar, a quemar las calles.

1“Caminos de Guanajuato”, José Alfredo Jiménez.

2 La paloma, el sótano y la torre, Efrén Hernández.

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