Hablar de los muertos, los desaparecidos, los violados, nunca pasará de moda, menos en una realidad donde la violencia está latente sin descanso y todos aguardan el siniestro inminente. Parece que, sin importar época ni lugar, el mundo perverso siempre ha sido el mismo y lo único que cambia son los nombres y las formas. Bajo esa premisa, la Compañía Puño de tierra, acompañada por el venerable Héctor Bonilla, propone una versión adaptada de la obra cumbre de Lope de Vega al México actual, Algo en Fuenteovejuna.
Sobre las tablas reposa una escenografía de lámina y madera típica de las viviendas de los pablados, un altar a la virgen, una defensa de troca vieja, mesas y bancos cheleros. Encima hay un palco donde, como preludio y entremés, un cuarteto de máscaras se darán el lujo de satirizar al gobierno trivial y superfluo y a la todavía más incoherente y vana sociedad, quien gasta su vida en discusiones absurdamente “incluyentes” a través de sus teléfonos, mientras contempla indiferente y “con todo respeto” un desplome de miseria ante sus pies.
Quien conoce la trama del famoso drama del Siglo de oro español, basado también en un hecho real, bien podrá hallar las correspondencias a este tiempo: un comendador déspota y lujurioso convertido en narcotraficante dueño y señor, por persuasión violenta o por ultraje a la fuerza, de todo lo que le pueda apetecer. Los nombres son los mismos, Fernando Gómez de Guzmán, Don Esteban Macías, Frondoso, Pascuala, Laurencia, pero traducidos a un capo mayor, un anciano padre, un hombre recio de pueblo, una activista feminista y una joven independiente y valerosa. El acordeón guía la transición de las escenas mediante los corridos ahora tan habituales, mientras el mandamás, enorme en estatura, y sus ridículos achichincles torturan, junto con la policía aliada, a los personajes para conseguir a Laurencia, entre otros tantísimos ultrajes, cuyo orgullo no cede a los halagos de una pasión viril.
La extensión tan prolongada y bastantes situaciones innecesarias debilitaron la fuerza con la que muchas otras escenas, diálogos y actuaciones lograron conmocionar profundamente, aunque más bien la aceptación de la obra, además de un par de atinados momentos de ridiculización, tiene tal impacto porque es lo que se vive a flor de piel.
Pascuala dice a Laurencia que deben andar siempre juntas y con cuidado, pues “un pendejo te mira, te le haces bonita y hasta ahí, pasándosele las ganas eres cualquier fulana ya no sabemos de ti”. Minutos más tarde otra mujer es raptada, desnudada y regalada a la tropa por “no estar tan rica” como el mastodonte pensaba, y en la sala las mujeres agachan la mirada resintiendo en sus latidos el miedo que, como sombra, cada día las acompaña.
Esteban, enfermo y anciano, en busca de los jóvenes desaparecidos de su pueblo, visita a Fernando: “vine a rogarte, si quieres, que me digas dónde los dejaste; si están muertos te los compro, si no, de plano ya me quedo aquí”. Tiempo después, tras el asesinato de su yerno y la violación de su hija, derrotado exclama: “ojalá que a ustedes les alcance la vida para ver un país distinto, que sus hijos los entierren a ustedes, no al revés” y en las butacas corren sinceras las lágrimas de viejos ojos cansados de ver.
Al borde del escenario, Laurencia arrastra su alma sobajada: “¿Tú me conoces? ¡Pues no me nombres!, porque dejáis que me compren tiranos; como cobardes pastores, la oveja al lobo abandonáis”, y llora con angustia frustrada, como en una declaración ministerial lo han hecho tantas otras cuyas heridas han sido acalladas: los pocos nombres violados que se conocen y la fosa infinita de los que nunca se conocerán.
Antihéroe es Fernando –como el gobierno actual mexicano, cual las condiciones lo evidencian, al criminal intenta comprender–: “este trabajo no es fácil, mi don; aunque no me lo crea, cuando mato a alguien me dan ganas de llorar porque sé que voy a acabar igual. Nací como un hijo indeseado, con la culpa de haberle herido el mundo a alguien, y por eso aprendí que sólo a chingadazos se sobrevive, ni pensar en perder el tiempo leyendo libros o en el teatro… Cuando entras a esta mierda ya sabes que es hasta el mero fondo; por eso yo no puedo creer en Dios, prefiero creer que no existe a aceptar que permita que vivamos así”.
“¿Qué más da”, bien descubren los fantoches ministros enmascarados como frase y actitud causante de todos los males que aquejan a esta doliente sociedad; “¿qué más da?", asumen como guía y se concentran en aplicar su elevada retórica a albures y ofensa, no más.
“No puedes ser neutral y decir que buscas justicia” fue una de las únicas frases con sentido en sketch inicial y en la parte final de la obra ese es el eje rector. Ante la burla de no tener con quien quejarse ni a dónde ir, el pueblo exige en la praxis su derecho a la resistencia y la autodefensa (como los michoacanos desde hace años optaron hacer) y Don Esteban (José Manuel Mireles Valverde en aquella tierra), hace su lema el derecho de dar muerte a los tiranos, o al menos elegir que en la lucha se le vaya la vida y muera como él desee morir.
La paciencia se agota y entonces los verdugos son exterminados. Fuenteovejuna mató al comendador, mas, como siempre, el Estado (verdadero culpable) se apropia el mérito. La justicia por propia mano consigue paz, pero el júbilo de su victoria es momentáneo pues esconde la derrota postrera; ya lo grita la vida y la historia: el mal existe a perpetuidad.
Compañía Puño de Tierra
Algo en Fuenteovejuna
16 y 17 de octubre de 2019
Teatro Cervantes
Fotografía: cortesía FIC