Oculi: seis por Luz Atenas Méndez Mendoza

He esperado varios días, ya, a que regresen. Pero nada. Mi espera no ha rendido frutos. Me carcomen las ansias por dentro: espero que Julia esté bien y, mientras tanto, le envío un mensaje a Astrid.

 

—Hola, ¿qué haces?

 

El móvil reposa sobre la mesa mientras me pongo de pie y busco en la alacena una taza vacía; encuentro una que no parece estar sucia o, vamos, empolvada, y le soplo un poco más para remover lo que quede en ella. Luego, como por inercia, tomo una parte de la sudadera que llevo puesta y la paso por la superficie, como si eso fuera a devolverle mágicamente un brillo que el material ya no tiene.

 

Volteo a ver el móvil y noto que no hay luz de notificaciones; a veces pasa que uno no escucha cuando suena la tonada leve de las notificaciones, pero ahora no es esa la situación: no hay nada. Suelto aire, un cuasisuspiro que deja escapar la pesadez o la angustia, como quieran llamarlo, de no tener respuesta. Dejo la taza de nuevo en la alacena porque reconozco que la he tomado por mero reflejo; esto de no hacer nada grande me está matando lentamente: no tengo otro motor en mi vida que consumir, y mi propósito es arreglar la situación a como dé lugar.

 

Cualquiera esperaría a que regresaran, pero ésta es una de tantas guaridas que Daniel ha ideado a lo largo de la ciudad, y nunca llegué a saber si tendría fuera del país.Supongo que sí, puesto que ya lleva tiempo en este juego; se ve más joven que el hombre del sótano, pero debo aceptar que es más viejo. La inexperiencia del hombre del sótano delata que es descuidado, que es tonto, que no sabe cómo jugar bien. ¿Yo? Yo me limito a observar las piezas, como cualquier jugador nuevo, hasta que esté listo para entrar bien a la partida. Aún, lo sé, no estoy seguro, pero espero poder hacer alguna jugada nueva, inesperada, que Daniel no sepa cómo reaccionar…

 

—Hola, nada, estaba desayunando— dice el mensaje que se cuela como notificación en la pantalla del móvil, ahora sí produciendo el sonido que esperaba.

—Genial, ¿has sabido algo?— escribo rápidamente, pero no obtengo respuesta, aunque lo ha leído. No quiero que crea que sólo por eso le escribo —Perdona, pasa que estaba pensando en ti y como no contestabas me puse a pensar en por qué te pedí que guardaras tu número en mi móvil, se me ha escapado la pregunta. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Quieres salir? Hoy es mi día libre y he notado que no has dejado el departamento en algunos días— contesta, casi en seguida. Luego pone un emoji que parece que da pena.

—Paso por ti en diez minutos— le contesto mientras camino a mi habitación para buscar algo de ropa limpia.

—No, no, nos vemos en la entrada al metro en media hora— responde ella.

 

Apenas atino a poner un emoji de pulgar arriba. Está arreglado entonces. Miro hacia la ventana, donde estaba aquel espacio de pintura que habían quitado del vidrio para que llegara la luz a mí, pero ya lo he cubierto. Cualquiera pensaría que soy un loco en un departamento de mala muerte, tal vez un drogui cualquiera que sale a pedir para su adicción, pero no, todavía me considero un chico normal.

 

Venga que, con eso de “normal” me ha dado risa. Estoy alejado de lo normal pero todavía tengo la esperanza de regresar a ello, es un poco cómico si lo piensas así.

 

Encuentro entre la ropa un pantalón negro limpio y una playera de color azul, me pongo los tenis y agarro una sudadera con capucha que me había regalado una exnovia. Tomo la cartera y reviso: el haber salido aquél día por algo de comida me dio también algo de plata y ahora cuento los billetes: veinte, veinte, algunas monedas. Tal vez Astrid no lo haya notado, o quizás estaba con un cliente y por eso no me puso atención, pero al menos he salido dos veces, ahora que lo recuerdo, y todas fueron por alimento y dinero.

 

Cuando salgo del departamento, sin olvidar las llaves, volteo a través de la puerta principal a esa casa de citas de donde saldrá Astrid en unos minutos. Pienso en silencio por qué quiere que la vea en la entrada al metro y luego recuerdo que es una chica de la vida galante, que cualquiera le podría decir “puta” pero que no es cualquier puta, no es como aquellas que se ponen, dependiendo de la hora, en la Montera, casi vendiendo con la vestimenta aquello que ofrecen una vez que se ha pagado por ellas; son lindas, muchas, pero no es algo que aporte seguridad. Las casas de citas, por otro lado, tienen una regulación buena, o eso me han comentado, en este país. Tal vez me hayan mentido, pero me lo he creído todo cuando vi a Astrid.

 

Tal vez, podría decirse, en otra vida tuvo las mismas oportunidades de Julia. Y, quizás, haya muerto en desgracia, como creo que le pasará a Julia si no encuentro a Daniel.

 

No quiero que alguien me malinterprete: me encanta Julia, quiero saber que aún vive y mi meta es encontrarla, aunque tenga que ir a destazar a Daniel (sabiendo que quizás no pueda ni acercármele, pero soy un poco idiota y obstinado). Astrid es esa chica linda que todos rechazamos, creo, y por eso ha elegido su profesión. Aunque no la culpo, tiene con qué ganar buen dinero durante años; he comenzado a preguntarme si se ejercita con regularidad y si tiene visitas frecuentes al médico, pero creo que todos tenemos esas dudas en algún momento y sé que no sería el primero que le preguntara eso.

 

Ya en la entrada al metro me limito a recargar mi peso en una de las barandillas que están en las escaleras de entrada; sigo pensando en Astrid: ¿qué habrá hecho que una mujer tan linda haya terminado así? Mientras tanto, siento un par de manos tapar mis ojos, su cuerpo está por atrás, sus pechos tocan mi espalda y me sobresalto un poco. Ese pensamiento fue inmediato.

 

—¿Quién soy?

—Astrid, claro que eres tú— respondo, al tiempo en que baja sus manos y camina hasta quedar frente a mí —. ¿Con quién más me vería aquí?

—No lo sé— se encoge de hombros y me sonríe —, con tu otra novia, tal vez.

 

La miro con extrañeza. ¿Con mi otra novia? ¿Qué quiere decir eso? ¿Significa que me cree su novio? Apenas hemos hablado dos veces. Creo que he pasado bastante tiempo haciendo estas conjeturas porque siento que me da una palmada en el hombro y la veo reírse.

 

—¡Es broma!— me dice negando con la cabeza, torciendo la boca un poco mientras sus pómulos se levantan un poco.

­­—¡Ah, claro, vale!— comento mientras separo mi cuerpo de la barandilla del metro, poniendo mi peso sobre ambos pies —¿Vamos?

 

Ella asiente, sonriendo, y bajamos los dos las escaleras hacia las plataformas, rumbo a Gran Vía; apenas y nos damos cuenta de que vamos juntos porque va adelante y yo atrás, como un acosador tal vez, sintiendo poco a poco el movimiento a mi alrededor conforme llegamos a cada una de las estaciones. Ella se sienta frente a mí, apenas y nos volteamos a ver.

 

—Mira, qué fetén— exclama sonriendo mientras señala un gorro de unicornio cuando caminamos juntos, ya calle abajo, por la Montera, rumbo a la Plaza del Sol. Siempre me ha parecido extraño que le digo Plaza del Sol y es, para los propios, la Puerta del Sol. Mi mente se inunda de este pensamiento cuando apenas y noto que ya ha pasado su brazo por entre el mío y mi torso, agarrando fuertemente mi mano, como un par de enamorados; me mira con detenimiento, como si se cuestionara las verdades del universo y pensara que yo tengo todas las respuestas, pero ese pensamiento en seguida se desvanece porque abre la boca y su voz golpea en mis oídos —Quiero ir por sushi— dice, esperando mi respuesta.

—Claro, claro, ¿sabes dónde venden sushi?— le pregunto, regresando los pies a la tierra.

—Sí, por suerte. Es pequeño pero me gusta, aunque debemos caminar un poco o tomar el metro.

—Yo prefiero pasar más tiempo contigo, si eso hace caminar más, no te preocupes— le respondo, viendo cómo en su rostro se siembra un poco de duda.

—Traigo tacón, ¿si me canso?

—Pues te cargo— respondo, sin dudarlo.

 

Ella asiente con la cabeza, sonriendo, y seguimos caminando. Tomamos por carrera de San Jerónimo y doblamos a la derecha, hacia la calle de Echegaray, llegando a un local que se llama Donzoko. Ahí, debajo de las tres farolas asiáticas que adornan la entrada, tomo su mano y permito que pase primero, viendo cómo se maravilla por el diseño interior cuando se gira un poco hacia mí. Sus ojos brillan.

 

Y, entonces, recuerdo a Julia y cómo los de ella brillaban cuando la conocí.

 

Se me borra la sonrisa de la cara y Astrid lo nota, pero no dice nada; apenas cierra la boca y baja un poco la mirada. Me dan ganas de pedirle perdón pero no digo nada y, como por inercia, caminamos hacia una de las mesas. Ella se acomoda y queda enfrente de mí, tomando una de las cartas para observar el listado de entrantes y demás platillos. Yo hago como que veo la carta, pero estoy incómodo.

 

—Perdona— digo, finalmente, mientras diviso sus ojos alzarse al otro lado de la carta, fijándolos en los míos.

—No te preocupes— dice, y sigue leyendo, bajando la mirada un poco más.

—Pero, te he hecho sentir incómoda. Perdona— insisto.

 

Ella cierra la carta con ambas manos, mirándome con atención. Sus ojos no muestran tristeza: contrario a eso, está determinada, tiene ideas, las ordena, sé que está eligiendo sus palabras con cuidado, quizás por conveniencia.

 

—Ellos saben que estamos aquí— dice, y vuelve a abrir la carta; su respuesta hace que me recorra un escalofrío por la espalda y miro a uno y otro lado, pero no veo a nadie que nos preste atención. Ella toma mi mano, bajando la carta, y me sonríe —. Descuida. Yo les dije. Quiero llegar a un trato. No es por ti, claro, pero quiero que sepas que si te puedo ayudar, lo haré sin dudarlo.

 

¿Quién es esta chica con la cual me aventuré hoy? Me surge la duda y mis manos están inquietas, no puedo evitar abrir un poco la boca, en sorpresa, pero me compongo un poco y enderezo la espalda, sin soltar su mano. Sólo asiento con la cabeza, ante lo cual ella hace lo mismo y vuelve a ver la carta.

 

—Pediré entradas para ambos. No te preocupes, yo lo comeré. Tú sólo paga. Cuando acabemos, saldremos por la puerta agarrados de la mano. Ellos estarán esperando.

 

Historia Anterior

¿Locura? por Josué Abraham Puente Rico

Siguiente Historia

¿Qué significa ser mujer y ser ‘alborotá’? Entrevista con Alea por Rodrigo Broschi