El veneno que somos por Gabriela Cano

A veces parece que existe un veneno dentro de sí: una especie de sustancia que, más allá de nosotros, está ahí para desperdigarse en las cosas que tocamos y en las que vivimos. En nuestras camas, en las historias que decimos y en las que no. Pero también en aquellas que intentamos descubrir desesperadamente como si fueran a llevarnos a resolver ese enigma original del ¿qué se supone que es uno si ha venido a nacer en un hogar ya determinado?.

Entonces ¿ese veneno es propio? ¿se hereda? ¿existe un antídoto?. Todas estas preguntas bailan, figuradamente, en Tarantela de Abril Castillo. Lo que parece un recuento sobre el árbol genealógico termina, o más bien inicia, por convertirse en un mapa de la toxinología que habita en nuestros actos y en los registros que hacemos sobre ellos. Una especie de diario que reconoce, un dentro y fuera, de eso que colocamos en el centro de la atención del relato pero que siempre lleva a otra parte.

La historia inicia con el cuento sobre Jano. Un pariente que enferma y permanece mucho tiempo en cama debido a la resucitación constante y a los cuidados familiares pero que finalmente parece elegir su propio destino. Esa interrogante que parece nimia va forjando, en todos los cercanos, sus propias respuestas. Para algunos, para la narradora, está en buscar una honda explicación sobre el secreto de distintos dolores: el de la abuela que come uvas, el de su hermano que se ausenta en su propia mente, el de su madre que se desvanece en la noche, el del padre que parece ser una mirada de lejos y el de las notas de su abuelo sobre su propio hijo que se transcriben directamente en la novela.

De esta forma, lo que vamos leyendo es un doble discurso. El de la familia y el de uno de sus miembros que se exterioriza en su propia picadura: un nuevo y singular veneno. Por un rato, parece tratarse del amor, por otro no. Es más bien esa condición natural de saberse en un mundo que da risa porque enferma. Así, eso que parece ir pasando por el hambre de la compañía al de la mano del otro que espera ser amado hay un brinco casi de telaraña. Una seda delicada de muchos hilos que atrapa pero que peligrosamente puede atraparnos. Este dibujo, casi invisible sobre los afectos que tejemos nos coloca en una representación de insectos.

De momento capaces de matarse entre sí, como esas especies de arañas que se muerden o se matan ante ciertos contactos. Así, los personajes de pronto parecen estar paralizados ante sus propios afectos. Se confunden o se funden en esa ausencia de gravedad de relacionarse con el otrx. Y es que, instintivamente ¿cómo nos alertamos de nuestro veneno frente a los demás y de dónde se saca el antídoto para ese mal que parece que somos sino viene envuelto en nuestra propia dermis?.

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