Al maestro, con cariño por Juan Mendoza

No sabía muy bien qué decir. Pero ¿Qué se dice cuando una alumna de la clase de Derechos Humanos te regala, frente a todo el grupo, una bolsa de películas pornográficas diciendo sinceramente que es un regalo con afecto?

Yo buscaba la respuesta, la primera palabra -o lo que fuera para salir del paso- en los ojos de sus compañeros y en los de ella misma, pero no había nada. Todos eran ciegos.

—Es que yo perdí a mi esposo el año pasado —se justificó Angelita, de cuarenta y cinco años de edad—, y pues eran de él, y pues como yo no puedo ver… Además no las quise tirar porque eran de mi viejito, son un recuerdo, y sé que usted es joven y soltero, lo platicamos aquí en el grupo y se nos hizo bien, no se vaya a ofender, se las quiero regalar con mucho cariño para que las vea, aquí todos mis compañeros no somos penosos, hay confianza.

De pronto la pornografía pirata en mis manos era una reliquia familiar, y aunque había algunas risillas mi clase era ahora una especie de liturgia generacional donde yo era el nuevo receptor del conocimiento ante un público expectante e iniciado. No me pude negar y agradecí mucho con un gesto adusto.

Sin duda el difuntito tenía un paladar clásico vintage, rubias gringas, grandes tetas, pitos larguísimos, todo parecía de los noventas y en algún momento del día aquello se había vuelto más importante en el salón que la Ley de Inclusión para Personas con Discapacidad para el Estado de Guanajuato y sus Municipios que habíamos repasado todo el mes.

Y es que para no faltar al respeto saqué los títulos de la bolsita negra y comencé a barajarlos, como quien finge revisar una documentación de la que no sabe un carajo, alzando una ceja y frunciendo los ojos de vez en vez. Nunca había tenido que decir una frase halagadora acerca del porno. Hice un silencio para darle mayor seriedad al veredicto.

—Muy, muy bien —finalicé mi evaluación falsa con una sonrisa incierta que gracias a Dios nunca he tenido qué repetir. Entonces recordé que eran ciegos y que había estado fingiendo todos esos gestos a lo puro pendejo.

De los quince en el grupo, diez estaban ciegos por diabetes, de modo que para celebrar el regalo de Angelita abrieron una coca de tres litros. De hecho el salón estaba lleno de envases de coca tirados, diario se compraban una y la dejaban por ahí, donde la conchudez y la ceguera les permitieran ignorarlas una vez vacías. Me dieron mi vasito.

Estelita, la más joven tendría unos 17 años, se la pasaba con el celular pegado -literalmente- al rostro, porque así alcanzaba a ver un poquito los mensajes.

—¡Ya deja al novio, Estela! —dijo don Luis causando risa del salón—. ¡Al rato le das su regalote!

—¿Qué si ya haces esas cosas, Estelita? —con un asombro fingido y burlón preguntó Guadalupe, que quedó ciega por exceso de medicamentos, desatando el ¡Uuuuuuuuuuuuu! de burla del grupo.

—¡A ustedes qué les importa, a veces sí!

Hubo más risas.

—¿Ya ve, maestro? Aquí no hay secretos… —cerró don Luis, a quien le apodaban “su santidad”. Tiempo después supe que era “porque tenía cuerpo de papa”.

Cuando me fui a casa aquel día me gritaron: —¡Las ve, eh, maestro! ¡Véalas todo el día con calmita! ¡Ja, ja, ja ,ja, ja, ja!

Méndigos. Siempre me dio la impresión de que ese grupo era un club de perversión muy discreta, a quienes su discapacidad, para fines de la carnalidad, les parecía más bien un súper poder, y que en cuanto yo me iba del aula cerraban las cortinas y hacían una orgía que diario retardaban solamente por atención al “maestro”.

A veces paso por el salón de la colonia Fovissste y me pregunto qué fue de mi grupo de Derechos Humanos del 2013. Yo los recuerdo con cariño.

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