Aunque muchas veces son concebidos como actos idénticos, y por tanto son definidos con términos que llegan a usarse como sinónimos, no es lo mismo inventar que descubrir.
La confusión se explica porque en ambas proezas participa la imaginación, facultad superior que lo mismo parte de cero que reelabora elementos preexistentes: ya funda el punto, que es un lugar; ya desarrolla la línea, que es un espacio, un paisaje.
En cuanto se pasa a los ejemplos, la duda se desvanece: se inventa el telescopio, se descubren las estrellas; se descubre la gravedad y el espacio tiempo, se inventan las fórmulas que describen esos fenómenos.
La distinción se hace más clara aún al mencionar a los artistas representativos de ambas inclinaciones. Giotto, Ucello y Leonardo son inventores; Velázquez, Goya, Matisse y Max Beckmann, descubridores de genio. Apenas unos cuantos logran ostentar los dos títulos: Picasso, Francisco Toledo y Miquel Barceló.
Javier de Jesús Hernández “Capelo” pertenece a la legión de los descubridores. Lo diré de una forma más matizada: a la hora de ponerse a trabajar en cualquiera de los muy variados géneros artísticos que ha practicado —cerámica, grabado, escultura, pintura bidimensional y mural—, “Capelo” se inscribe en el grupo de quienes no aspiran a inventar sino a descubrir.
Me he convencido de esa pertenencia observando a través de los años su obra vasta y multiforme, y sobre todo a partir de cierta tarde en que “Capelo” hizo una preciosa declaración ante una de sus creaciones monumentales, “La puerta de Mali” (2018-2019), de seis por seis metros, suma y síntesis de sus búsquedas. Dijo esa tarde el artista: “Mi espíritu está en la arqueología. Cuando termino una obra, digo: ‘Esto no lo hice yo: me lo encontré’. Las obras que hago, siento o me imagino que las desenterré en un sitio arqueológico. Esa es mi fantasía”.
Ajeno por eso mismo al supersticioso llamado de la originalidad, “Capelo” procede con la doble actitud sólo en apariencia contradictoria del chamán y del místico. Por un lado, con la sumisión de quien se rinde ante fuerzas ajenas y superiores; y por otro lado, con la determinación de quien sabe que el artista tiene algo de elegido y está capacitado para franquear las puertas abismales o divinas.
Su manera de describir esa dualidad es más convincente aún, pues de paso da cuenta de una forma cotidiana de ser que reconocen quienes lo han tratado en persona. En cuanto al acatamiento de fuerzas que lo sobrepasan, “Capelo” admite que el artista es un vehículo: de una memoria y de una energía antiquísima y renovada siempre. “La información llega gradualmente: leyendo, viendo la obra de otros, visitando museos y sitios arqueológicos. El artista lo que hace es sintetizar. Por eso, el artista no se debe angustiar, sino entregarse, buscar el misterio, la magia”.
En cuanto a la seguridad con que se sumerge en el pozo de los signos, los trazos y las imágenes de la especie, la clave está en su creencia de que los artistas tienen una parte divina. “El chamán es el que entra a las cuevas de Altamira. Por eso cuando Picasso las visitó dijo: ‘Ya no hay nada que hacer’. Luego él hizo el Guernica, que es el Altamira de nuestro tiempo. Y es que Picasso no es español, es minoico”.
Cada una de esas ideas está presente en “Bestiario”, la muestra de doce cabezas de caballo, modeladas en barro, esmaltadas con pigmentos de hierro y manganeso, y salidas de un horno de alta temperatura.
La primera ocasión en que vi esa docena de cabezas equinas, las piezas estaban aireándose en el piso, en una zona del taller cercana al horno del que habían salido horas antes con sus texturas y colores definitivos. Acaso por azar, la docena de cabezas apuntaba la mirada y los belfos en una misma dirección y aquellas bestias parecían aproximarse hacia nosotros. Espontáneamente tuve una doble impresión que no se ha desvanecido.
La primera fue ésta. Luchando por su salvación, los caballos a los que esas cabezas pertenecían se empeñaban en cruzar un río de violento caudal y en el penoso trance exhibían con orgullo animal sus crines enjoyadas, sus trenzas rituales, unas flautas y unas banderillas incongruentes sobre la frente y la cerviz: su lujo y sus heridas, su honda sabiduría y su rudeza feral.
La segunda impresión, aunque diversa, en esencia es la misma. Aquellas cabezas equinas no estaban en el taller de “Capelo” sino en un asentamiento escita o visigodo a medias desenterrado en una planicie romana, turca o afgana, cuyo completo desvelamiento nos dejaría ver una sorprendente variedad de cuerpos: en uno, las alas de un Pegaso saliendo de su cruz y cubriendo sus costados; en otros, la unión radial de tres cabezas a un mismo lomo y dorso; en tantos más, los escudos de oro sobre grupas y pechos; en aquel otro, el sexo húmedo y largo fuera de su vaina.
En cualquier caso, sea que los doce caballos atraviesen una corriente o surjan de un yacimiento primitivo, el río o el barro que rodea sus cuellos no logra aplacar su potencia arcaica, porque ese río y ese barro simbolizan el tiempo.
Por eso mismo, los doce caballos que salen de ese fondo hasta plantarse en la sala y hacer el gesto de aproximarse a quien los ve —de aproximarse a mí, a nosotros— no son únicamente los protagonistas del “Bestiario”, a la manera de actores convocados a una representación teatral. En realidad son sus creadores y en más de un sentido no le pertenecen al autor que los modeló, los cubrió de pigmentos y los entregó al fuego. Si acaso, son los caballos que el jinete monta (y “Capelo” lo hace diariamente) y de cuyo espíritu el artista busca apropiarse.
Otra forma de observar las cabezas de este “Bestiario” es asomarse a dos núcleos de obra reciente del artista de Valenciana, los que constituyen la muestra denominada “Trampas gráficas” y el integrado en sí mismo por “La puerta de Mali”, en los que “Capelo” despliega también su lenguaje de gestos y signos ancestrales, tanto figurativos como abstractos, y pone a circular también su bestiario arqueológico de toros y minotauros, caballos y centauros, saurios y liebres, peces y faunos.
Y si bien cada uno de esos núcleos merece una revisión independiente que no puedo hacer aquí, de “Trampas gráficas” puede decirse que es una deliberada exploración —mediante las herramientas del grabado, la acuarela y el dibujo— del acervo inagotable de formas e ideogramas del arte paleolítico y posterior de las cuevas europeas, principalmente ibéricas, poniendo en ellas un movimiento y una velocidad nuevas.
A su vez, “La puerta de Mali” es una recapitulación escultórica y visual del origen y de la actualidad del arte como conjunto y de la propia trayectoria de “Capelo”, siendo por esa razón que sus casi cuarenta metros cuadrados de despliegue imaginativo constituyen un denso muestrario y una virtuosa articulación de lo que él llama “una caligrafía rupestre”, hecha de símbolos, rasgaduras, celdillas, líneas, hendiduras rituales, signos tectiformes, huellas animales y de él mismo, coronados con tres grandes torsos de una yegua y dos caballos.
En Sésamo y lirios (1865), John Ruskin hizo una de sus observaciones más memorables: notó que un pájaro no necesita teorizar sobre la construcción de su nido (la técnica y los procedimientos, la utilidad y el sentido), y enseguida añadió que “toda gran obra de arte se hace esencialmente de esa manera: sin vacilación, sin dificultad, sin jactancia”, y que en los artistas “hay un poder interior e involuntario que se aproxima literalmente al instinto de un animal”.
Cuando crea, “Capelo” sale instintiva y animalmente a la busca de un misterio y de una temperatura, que pueden hallarse en los materiales que maneja, en las imágenes que acechan sus sueños y vigilias, en un rincón remoto de sí mismo.
No creo que deba explicarnos (no creo que lo sepa) cómo y cuándo se percata que ya vio los ojos de su minotauro y que la pieza que es vehículo de su búsqueda está concluida, es decir, que ya puede abrirse a la mirada del espectador.
Lo que nos importa saber, lo que sabemos viendo las doce cabezas equinas de este “Bestiario”, es que su búsqueda de temperatura y misterio se han cumplido.
¿Y la belleza? Otro día lo escuché decir: “La verdad es que yo no busco la belleza, incluso me peleo y elimino los elementos decorativos, cuando aparecen. Lo que yo busco es la energía”.
Lo llamativo es esto: que aunque no ha sido originalmente convocada, la belleza llega puntual a la cita.