Luego de habernos enfrentado a aquellas primeras páginas tan distantes y decisivas de una novela, donde apenas leemos un par de capítulos, es necesario meditar si lo que tenemos que hacer es acaso lanzar el libro por la ventana, como decía Cortázar, o más bien, entregarnos a él con ímpetu e incertidumbre. El trecho entre ese punto y el final resulta de un viaje impredecible. Aunque la finalidad principal de la novela no sea exactamente, como la del ensayo, revelarnos algo de manera académica o científica, por decirlo de alguna manera, nos empuja a reflexionar, la novela termina por hacernos profundizar en nuestro ser y se mezcla, en casos extraordinarios, con la temperatura de nuestra sangre y en el mapa de la vida.
Hay una carta escrita por Georges Perec dirigida a Denise Getzeler en la que trata, entre otros asuntos, el tema de la sensación que evoca el final en la novela. Las palabras de Perec en dicha carta acudieron a mí un día de diciembre, a medianoche, cuando apenas el silencio se va despertando tras un largo día enmarcado por el ruido cotidiano. Acababa de terminar el libro de Manuel Puig, El beso de la mujer araña que, por una semana entera, no pude soltar. Algunas intuiciones y sentimientos se quedaron en aquellas páginas, atrapados, no lograron escapar de ese símbolo, a veces definitivo, que supone el final.
En la carta, Perec habla de un vacío que se produce en nosotros cuando acabamos alguna novela, sobre todo si ésta ha logrado profundizar en uno mismo y en el misterio incierto de la vida y su acontecer. Al interior de la novela de Puig, se sucede algo semejante, al menos en la primera película que el personaje de Molina le cuenta a Valentín. Tras haberle narrado por un par de noches la cinta de una mujer pantera, Valentín hace el siguiente comentario: me da lástima que se terminó. Molina se da cuenta que hay algo más en ese gesto, e insiste en saberlo. Valentín responde lo mismo, que le da lástima aquello, pero no se resiste al silencio, a la necesidad de expresar la verdad, y confiesa: Que me da lástima porque me encariñé con los personajes. Y ahora se terminó, y es como si estuvieran muertos. Luego nos enteramos que dicho cariño surge porque una de las mujeres que aparecen en la historia le recuerda a su compañera sentimental y él también se reconoce en esa ficción. Es evidente que dicho cariño viene acompañado (y ya no sólo en el caso de Valentín, sino en el de los dos) de una decepción total, puesto que una vez terminada la narración de Molina, ambos tienen que volver a su realidad, a la celda en que están confinados, al claustro del horror y la pena más sonora.
El beso de la mujer araña es una novela inteligente en su estructura, su estilo, que se construye y se mueve del diálogo al monólogo interior, es magnífico. Es interesante que, en ella, la idea del final es una constante. Leemos, y casi podríamos decir que escuchamos, como Valentín, el relato de esas películas. La trama parece que descarga todo su peso en eso, en el relato, pero es en el diálogo, el sueño y en el pensamiento que se ve reflejada la experiencia de las cintas y, por lo tanto, de su término. Esto, de alguna manera, nos hace conscientes no sólo del artificio y escape que supone la ficción, sino también del posible vacío al que podemos someternos una vez que todo se ha acabado.
Observamos, primero, a los personajes de la novela viviendo la experiencia del final de maneras hasta antagónicas por la personalidad de cada cual. Vivimos a través de ellos aquellos finales, los aceptamos, como ellos, y seguimos adelante. Y al término de la novela, estamos ahí, experimentando el final, sintiendo, ahora en carne propia, el comentario despoblado de Valentín recorriendo nuestros cuerpos.
El final de las novelas nos permite experimentar el ensayo de nuestra muerte, no en un sentido literal, eso resultaría terrible, en ese supuesto sólo los románticos martirizados y los suicidas serían capaces de darle fin a las novelas. Lo que sí muere, entonces, es un yo a priori y un yo dado en el acto de leer. Mueren nuestras convicciones, se ejerce una tensión entre las imágenes de un pasado y un presente fresco, ahora con más dudas, nuestros ojos descubren algo que antes era sólo neblina. Esta muerte resulta necesaria para la posible revolución del sujeto, (sin la pretensión de enunciar que dicha revolución desemboca en el superhombre de Nietzsche, sería absurdo) ya que estos dos ‘yo’ han de encontrarse, para luego darse enfrentamiento y, en un sentido poético exagerado, morir ambos para darle vida así a un yo a posteriori.
Por ejemplo: Puig, en esta novela, buscaba romper con aquella figura del macho insufrible y de la mujer sometida a partir de Molina y su forma de concebir la realidad, del mismo modo en que Valentín toma consciencia de la situación a partir de la experiencia de convivir y estrechar lazos con Molina. Consideremos que la publicación de este libro es en el año de 1976, por lo cual, introducir a un homosexual, en primera instancia, y luego, a un marxista, resultaba censurable y hasta inmoral. Hoy en día las cosas han cambiado y podríamos creer, desde este lado de la historia, que los temas tratados en el texto ya están bastante tocados, pero en los años 70, con aquellos apuntes a pie de página que buscaban dar a conocer las teorías en torno a la homosexualidad, rechazándola como una patología, al interior del contexto latinoamericano, así como la intención misma de la narrativa, dicen mucho. Se trata de un acto de ruptura, de rebeldía necesaria con un sentido demasiado humano y que seguramente le dio un giro, aunque fuera mínimo, al lector y, por lo tanto, a la cultura.
Dejamos de ser quienes éramos, muy a lo Heráclito, al término de una novela. Sentimos una especie de orfandad cuando se acaba la aventura, nos damos cuenta que ahora aquélla está suscrita en el río de nuestra sangre. Algún lejano día será la memoria acaso la única manera en que se pueda seguir viviendo, el peso de los años y el deterioramiento de cualquier voluntad física habrá de vencernos, entonces, se volverá preciso sólo recordar: evocar las nostalgias inmediatas de un pasado remoto al que pertenecimos y por el cual se vuelve a nacer y también a morir. La muerte es un acto definitivo, rotundo, como aquel momento en que leemos las últimas palabras de una novela y éstas fallecen en los brazos del silencio y su imperio, repleto de escalofríos y misterios, que nos roba el oxígeno inmediato para seguir respirando en la desolación del punto final.