El faro del fin del mundo Por Emmanuel León

Cuentan que a la orilla de un precipicio que denota el final de la tierra existe un bar llamado «El faro del fin del mundo», porque es ahí a donde acuden los desdichados. Aquellos cuya posesión no es otra mas que corazones muertos, sueños frustrados, triunfos robados, fracasos y engaños, bocas repletas con desaires, miradas vacías, húmedas o enrojecidas, aquellos que no saben levantar las manos, que mantienen los puños cerrados y los dientes apretados, cuyos pasos no dejan más que un sendero de peso arrastrado, habitantes del otoño y del invierno anhelando el calor de primavera y la lluvia del verano.

Dicen los que saben, porque saben, porque estuvieron presentes, ellos lo vieron; dicen que adentro flota el humo con sabor a desconsuelo que emana de los cigarrillos, pequeños pitillos rellenos de tabaco que sirve de pesticida a las pocas mariposas que en las entrañas buscan salida.

Dicen ellos, los que ahí han estado, que los vasos jamás están vacíos, que el líquido contenido en ellos invita al que lo prueba a lanzarse de cabeza, desnudo, a sumergirse en el alcohol por completo para que el mismo desinfecte las heridas adquiridas en el camino hasta su mesa; los invita a enjuagarse de la memoria los momentos que trajeron la tristeza y los convierte, por unas horas, el ser humano más feliz.

En medio del lugar hay un viejo tocando el piano. De sus dedos brotan las más bellas notas que apaciguan las tormentas del interior mientras en sus ojos la llovizna le deja inundación.

En aquel lugar, en el faro del fin del mundo, sucede algo peculiar porque el encuentro de emociones, reflejo de la decadencia, a veces pone a desconocidos a platicar, abren las ventanas y las puertas para dejar salir lo que les causa mal. Se toman de las manos y se limpian los rostros, se tragan las penas. Entonces las luces se apagan, el ruido se calla y esa pareja brilla con la luz de las estrellas.

Lo dijo un hombre que fue testigo, él estaba al fondo, contrario a la puerta, en la barra vaciando las botellas de vino, llenándolas con gotas saladas que le sazonaban la bebida y la vida. Ese hombre vió en el espejo pegado en la pared tras la barra, ese en el que casi nadie se asoma, porque nadie a él voltea, más por miedo a no reconocer el reflejo que les presenta; vió a través de aquel espejo una de esas parejas, las luces se apagaban, ellos se levantaban y bailaban al ritmo de una balada que no era la que el viejo interpretaba, y sonreían y brillaban y disfrutaban. Mientras a ellos les daba luz el faro del fin del mundo, a él se le apagaban hasta los astros del cielo, se le llenaron los ojos de fuego y le desbordaron ríos hasta el suelo.

La pareja celebraba el nacimiento de un nuevo amor, ahí, en el fin del mundo, donde abundaba la desesperación, donde aventarse por la orilla para muchos era la única solución, a esos dos les regresaba la energía para encender de nuevo la ilusión y salieron de aquel sitio para gritar al mundo que encontraron salvación.

En esa celebración estabas tú, tomando la mano de tu nuevo amor y en esa barra al fondo del salón estaba yo viéndote marchar mientras el viejo me decía «Es hora de cerrar el corazón».

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