Fuera de ese espacio sosegado y de distracción que representa el desenfreno y la festividad, nuestra existencia gira en torno a una serie de preguntas pronto construidas en aquello que llamamos búsqueda. Cuando no estamos en medio de ese ruido que suprime (o acaso endereza) nuestra angustia existencial, nos convertimos en una especie de detectives que rastrean huellas sin encontrar el curso de su camino. Buscamos en aquella calle larga y oscura pistas que puedan resolver el caso, que nos revelen el misterio que tiñe nuestro rostro con ojeras profundas. ¿Quién cometió el crimen o hacia quién apuntan las huellas? dilema esencial en esta atmósfera detectivesca. Aun si desde el principio sospechamos de alguien, desde la razón más superficial hasta la más evidente, nos sorprende y nos produce (secretamente) un placer inmenso descubrir que todo el rastro y huellas apuntan hacia el detective mismo, responsable del caso y, opuestamente, autor del crimen. Un ejemplo parecido lo encontramos en Edipo y su destino de doble filo; el de víctima y culpable.
Podríamos decir que esta doble condición la encontramos en la poesía, en tanto que es posible percatarnos que, al leer ciertos poemas, podemos vislumbrar e ir más allá del sentido o la expresión de los sentimientos del poeta para encontrar, también, los de nosotros mismos, afinidad acaso por nuestra naturaleza como seres humanos; es ahí donde radica esta dualidad. Veamos, en la lectura del poema primero somos lectores, detectives, si se quiere así, pero al instante, en medio del poema o en su último verso, nos volvemos actores de su expresión, de su verdad sostenida en la metáfora. Al apropiarnos de un verso en específico o ya de la totalidad del poema nos volvemos escritura, expresión y, contrastando al detective, en la sombra del afán a resolver: el culpable. Las pistas y el misterio del caso apuntan hacia nosotros mismos, a lo que somos en verdad, mera contradicción.
Con frecuencia y quizá, sin percatarnos de ello, nos preguntamos constantemente por cuestiones derivadas de la ética; ¿cómo tenemos que vivir?, ¿cómo alcanzar la vida plena? Para esta cuestión la poesía resulta esencial pues, aun si no presenta el rigor del proceder filosófico y mucho menos nos otorga la posibilidad de la respuesta acertada, sí representa una suerte de esfuerzo reflexivo a partir del lenguaje poético, construido desde la experiencia y la intuición metafórica; podemos creerle a un poeta lo mismo que a un filósofo, a pesar de que cada uno aborde de distinta manera sus ideas. Sin embargo, diríamos que esta característica reflexiva es propia sólo de algunos poetas, si bien algunos les cantan a las ciudades o al campo, a la muerte o a la vida, al amor o al desamor, dependerá del autor que el tono de sus palabras sea sólo música, o música y más, en este caso, reflexión. Buena parte de los tipos de poetas que mencionamos (y existen más y de todo tipo) se condensan en un individuo de nuestra cultura: José Emilio Pacheco.
Todos recordamos (quizá) la belleza sonora del nombre del autor, pero es mucho más seguro que recordemos su obra más popular, Las batallas en el desierto, libro esencial de la cultura mexicana de nuestros tiempos. Pero no es este texto en el que queremos detenernos ni en algún otro del género narrativo (pues Emilio Pacheco hacía de todo, está de más decirlo), es entonces su poesía nuestro destino, y vaya forma de decirlo, porque la tentativa poética del autor nos pone en contacto con nuestra condición de seres mortales. Algunos de los demonios que recorren su poesía son, por mencionar unos cuantos, la memoria y lo efímero, lo cotidiano y la inevitable fatalidad; en otras palabras, la destrucción, vista desde su eje más contundente, el tiempo transcurrido. El adjetivo de pesimista que se le otorgó a Emilio Pacheco no es en vano, pues su poesía refleja y acentúa ese pesimismo. Valdría la pena mencionar que este pesimismo no es una negación y un valor que se le pierde a la vida, como podríamos pensarlo en un primer momento. Estamos frente al espectáculo mismo de la vida que, sin embargo, con todo y su horror, tenemos que vivir, sin siquiera poder respondernos a nosotros mismos alguna pregunta determinante. “Vivir/ Es encarnar esta ignorancia sin fondo.”
Los versos del autor expresan las tragedias de un tiempo que transcurre y nos deja sin nada más que el recuerdo, o la certeza de que todo cuanto la memoria nos ha invitado a recordar es una invención de ella misma, sólo por el miedo de encontrar nuestra estancia en esta vida vacía. Entonces, ¿adónde dirigir el sentido de este pesimismo si no es hacia lo hondo del abismo? Octavio Paz, hablando sobre Jorge Cuesta, nos dice que: “el pesimista no es el que odia la vida, el pesimista nos enseña a amar a la vida a pesar de todo.” Esta lectura tendríamos que buscarla en el sentido (y, sobre todo, en el gesto) poético más profundo de sus versos, entre líneas, se suele decir. No sería muy caprichoso citar aquí el poema Contra los recitales para entender el sentido de estas palabras: “Si leo mis poemas en público / le quito su único sentido a la poesía; / hacer que mis palabras sean tu voz, / por un instante, al menos.” Con esto no sólo podemos volver a afirmar, quizá con un poco más de claridad, aquello que se dijo arriba, la doble condición del detective que encarnamos, de lector que adopta por un instante, al menos, la voz del poeta, sino que también descubrimos que la intención de nuestro autor es hacernos partícipes de su poesía, a él poco le importa fundar imperios con sus versos, o hacer el gran poema, como lo expresa en A quien pueda interesar. José Emilio Pacheco nos enseña a habitar el mundo de su expresión y recorrer sus palabras para vislumbrar nuestra sombra e intentar justificarnos en el instante siempre inaprensible, siempre en fuga; nos invita a aceptar el pequeño momento en que habitamos el mundo con todo y su juego de cartas tan espantoso en que lo perdemos todo.
Se trata de un destino inexorable plasmado con suma cautela como el sonido que proviene de una lluvia, su raíz color de tristeza y desencanto son en función de algo mayor, de un árbol enorme que nos regala los frutos de la vida y, al comer de ellos, dispongamos de un ánimo para comprender que el árbol, como nosotros, también es perecedero. Es evidente que no por leer versos que nos hagan aceptar aspectos de nuestra naturaleza humana estemos salvados, pero al menos ese trámite no se purga en la soledad universal. Asumir los límites de nuestra vida y, por lo tanto, de nosotros mismos, se vuelve una tarea de cuidado, nos despierta de una posible somnolencia que entorpece la misión de la vida, que no es otra sino vivirla.