La Silla Dorada por Julia Piastro

Hace poco más de un año, sentí la inquietud de darle más elasticidad a mis versos, liberarlos de una cierta rigidez sonora que no sabía muy bien cómo explicar, pero contra la que luchaba a diario. Comencé a leer a los poetas de la negritud: a Hugues, a Walcott, a Césaire, a Brathwaite, a Guillén. Encontré en ellos resonancias inesperadas: me hacían pensar en mi bisabuela veracruzana; en mi padre, músico. La exuberancia de la naturaleza que retratan sus poemasme hizo pensar en Tabasco y Chiapas; las historias de piratas me recordaron a las de Campeche. Pensé en el blues, en el rock, en el hip-hop; en que la sensibilidad moderna, urbana, tiene raíces negras innegables. Yo, que soy más blanca que una hoja de papel, sentí quehabía encontrado algo muy mío.

 

Pero, si bien estos poetas respondían a muchas de mis inquietudes, formales y temáticas, había algo en ellos que no me permitía sentirme del todo identificada con lo que leía. Por supuesto, se trataba de un problema de género. Me pregunté entonces: ¿cómo abordaría estos temas una mujer? ¿Qué tono usaría? ¿Hablaría de la opresión, del dolor, de la misma forma? Emprendí entonces la búsqueda de mujeres poetas que fueran afro-descendientes, e hispanoamericanas. Resultó una búsqueda más difícil de lo que sospechaba: eran pocas, y sus obras nada fáciles de conseguir. Finalmente, en la Antología de la poesía hispanoamericana actual de Julio Ortega encontré un poema de Nancy Morejón, “El café”, que me dejó perpleja. Más tarde, para mi sorpresa, encontré tres libros suyos en la biblioteca de Efraín Huerta, uno de mis escritores mexicanos favoritos.

 

Fascinada con este descubrimiento, me lancé a Cuba, al encuentro de esta poeta, nacida en 1944. Era la primera vez que hacía algo como esto: perseguir a un escritor, al estilo de Los detectives salvajes. Después de recorrer La Habana buscando en vano sus libros, fue ella misma quien tuvo la generosidad de proporcionarme dos antologías suyas: La silla dorada, publicada en 2014 por Letras Cubanas (selección y prólogo de la investigadora uruguaya radicada en Estados Unidos, Juanamaría Cordones-Cook), y Cantares. Cien poemas de Nancy Morejón, publicada el mismo año por Ediciones Matanzas. Tuve que consultar el resto de sus publicaciones en la imponente Biblioteca José Martí. Espero que en algún momento sean digitalizadas, pues son ediciones muy bellas y de enorme valor histórico y poético.

 

Mientras más leía sus poemas, más intrigada me dejaba la voz poética de Nancy Morejón. No se parecía a nada que hubiera leído hasta entonces. No estaba segura de si era una voz seria o risueña, si era enérgica, grave, o dulce. Platicar con ella fue una experiencia maravillosa, que en vez de resolver estas ambigüedades, acentuó mi confusión. Mujer a la vez formal y avasalladoramente accesible, a la vez cálida e imponente, me daba la sensación de un rompecabezas alegre y monumental. Ya de regreso en México, leyendo y releyendo sus poemas, finalmente descubrí una clave que me permitió entrar de lleno en el mundo poético de La silla dorada. Entendí el cariño incondicional, laternura generosa con que Morejón mira lo maltrecho y ridículo que hay en el ser humano. No hay idealización; tampoco cinismo. Sólo una especie de goce tranquilo ante la vida. Su poesía es un aprendizaje que va más allá de lo estético, un aprendizaje de estar en el mundo, convivir con la naturaleza, con los otros —en particular con la gente más humilde—, con la alegría y la tristeza que hay en uno mismo. Y de esta misma tranquilidad, de este mismo goce, es que surge una fuerza y una energía poética capaces de sobreponerse a las cosas más terribles.

 

“Soy una mujercita sin rostro”, nos dice tremenda mujer cubana, en el poema que le da título a la antología de La silla dorada. Luego prosigue: “Me habían predestinado una escoba muy vieja y un sartén, / el último puesto en la fila, / el tapabocas y la aparente sumisión.” Por las páginas se van sucediendo las figuras de sus dos abuelas (una tatuada por la noche, la otra con sus veinticuatro partos), de la madre que conoció los orfelinatos, del padre que llegaba en la noche con la camisa llena de sudor, del tío pescador, del primo mayor que escuchaba a Duke Ellington y a Nat King Cole. A través de estos personajes, vemos cómo se va tejiendo la Historia con las pequeñas historias de todos los días. Cada poema es algo así como una cruz marcada en un mapa de tiempos, sucesos, palabras y silencios. Cada elemento va cobrando tercera y cuarta dimensión, se va volviendo símbolo de muchas otras cosas. 

 

​La importancia de Nicolás Guillén en la obra de esta poeta es fundamental. Podemos encontrar textos acerca de este autor en los ensayos de Morejón, además de su Recopilación de textos sobre Nicolás Guillén y su estudio Nación y mestizaje en Nicolás Guillén. A mi parecer, algunos de sus poemas dialogan abiertamente con los de Guillén, como en el caso de “Hablando con una culebra”. Pero no hay que dejarse engañar: no es una voz, sino muchas, las que se dan cita en la pluma de cada escritor. En el poema “Trofeos” está presente, por supuesto, el poeta franco-cubano José María Héredia. El espíritu testimonial de Miguel Barnet recorre todo el libro, prestando orejas a los diálogos y vivencias cotidianos de aquellos que no tienen voz. Habría que mencionar también a la poeta puertorriqueña de principios de siglo, Julia de Burgos—mujer negra, feminista, precursora en muchos sentidos, a quien Morejón le dedica el poema “Julia y la luna”, en la antología Cantares.

 

Ahora bien, yo quisiera destacar, entre estas muchas voces —de las que no he mencionado más que a unas cuantas— la del poeta surrealista martiniqueño Aimé Césaire, defensor de la négritude y creador de una poesía exuberante, anclada en lo geográfico —sobre cuya poesía Morejón dedicó una tesis, actualmente imposible de encontrar—. El Regreso a un país natalde Césaire no es únicamente físico: implica una mirar el lugar en el que nacimos con nuevos ojos. Implica entender la historia como un caudal que deja marcas físicas, palpables, por los espacios que cruza, y por nuestros propios cuerpos. 

 

No hace falta más que escuchar a Nancy Morejón hablando sobre La Habana para darnos cuenta de la importancia que tiene el paisaje para ella. Su escrituraes un compendio de aves, calles, árboles, flores, espacios rurales y urbanos. Pero no un compendio de naturalista europeo, si no un compendio de aquél que sabe que la naturaleza nos construye tanto como nosotros, con la imaginación y la poesía, la reconstruimos a ella; que nuestra identidad, nuestros pensamientos, nuestras amistades, están directamente relacionadas con nuestro entorno. Recorrer y amar la tierra, es recordar quiénes somos. Así, Nancy nos advierte, en un poema que tituló con agudeza “Ante un espejo”: “Si decidieras irte de la ciudad, / de tu ciudad, / en busca de nuevos horizontes, / de fortuna, / o tal vez de una pasión sin precedentes, / la ciudad, esta ciudad, / aún inconsciente de sus ruinas, / emprenderá tu acecho / siguiéndote los pasos”.

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