Es increíble cómo la presencia de un individuo en escena lo transforma todo. El telón está abierto y la escenografía es visible: pajareras de metal apiladas cual dos muros y otras colgantes de mimbre; pero poco o nada significan sino hasta que fluye la voz. “Es curioso, un ataúd es algo en lo que nunca piensas y lo único que te llevarás al morir… Y tus cosas se quedarán aquí hasta que alguien decida que no son necesarias”, enuncia Mario una vez que ha terminado una llamada telefónica con una funeraria e inicia un monólogo sobre quién ha sido a lo largo de la vida y quién es hoy.
Mario viste pantalón café, camisa blanca y zapatos formales. Tiene la pinta de un hombre español tradicional de la década de los setenta. Su cabello es canoso y en su rostro hay arrugas. Las jaulas atesoran prendas simbólicas de los momentos decisivos de su vida; son pocos, pero vitales: el camisón de su madre, la blusa también de ella que usó en su bautizo, un abrigo gris, una filipina de peluquero, la bata de su mejor amiga, una peluca rubia, un vestido rojo. De una gaveta a otra, Mario, quien no llora si le dicen “María” (en realidad le gusta), reconstruye su historia.
Un pueblo y un río son el parteaguas de una búsqueda prohibida sobre una verdad por imposición ignorada, mas siempre sabida. Un niño, adolescente, de alma sensible y andar solitario, prefiere pasar las horas entre las gallinas o arrojando piedras sobre el agua, que la juerga embriagante de las fiestas viriles en donde las bromas sobre la fisonomía femenina no le hacen sentido, o donde a veces el objeto de la burla es él. En la madrugada, en el río, su primo alcoholizado le externa su deseo por la exuberante capellana de “pelo cortito”. Conforme Mario cuenta los rumores del pueblo sobre ella y sus secretas aventuras, el otro se sobreexcita y descarga a la fuerza en el joven de finos modales los fluidos de su frenesí. Después violencia y humillación, después veto y exilio. “Mi primo era el único que no se burlaba, con él se podía hablar. No niego que yo desde hace mucho lo deseaba, pero no así”.
Una maleta, el viento, mil palomas y el tren. Mario llega a Barcelona con el sueño de entender su ser. Ahí, como un pajarito asustado, vagando por las calles y trabajando en donde lo dejan, conoce entonces a su maestra de vida y salvadora: Dorín. “El tiempo y el mundo se quedaron paralizados” para él y para todos los testigos de su confesión ante la aparición de una mujer engalanada por un bellísimo vestido rojo, que baila, que canta, que ríe disfrutando sin temor ni vergüenza de ser quien es, sin importar los ultrajes, las vejaciones, la temida violencia que ha padecido también.
Dorín y Marión. Los años pasan y, con su compañía, la vida cobra nuevos matices, pero no es tan sencillo contagiar el valor. Como en su casa de infancia, las batas suaves y delicadas son su prenda favorita, pero exclusivas de la solitaria oscuridad. “A veces me vestía de mujer y me acomodaba en la ventana deseando que alguien me viera, pero nadie lo hacía. Yo pensaba ‘quiero ser mujer’, pero no era capaz de pensar como Dorín; ella se sabía mujer, ella era una mujer, ¿y qué es lo que soy yo?”.
Una bata en secreto y a veces unos pendientes en la peluquería donde trabajaba. Ahí llegó un marinero que fue a ratos su inocente amor. “Quiero ser mujer y dejar de tener miedo”, confiesa a su amiga mientras charlan del espectáculo y los muchos amantes del cabaret, del encanto que causa su oculto sexo masculino entre la tela de las faldas para los hombres casados, de las desventajas y peligros de las cirugías para cambiar sus cuerpos.
“Param, param, param” bailaba Dorín con su rojo vestido al compás de la voz de Édith Piaf. Ahora está muerta por decisión, mas no como las muchas que han caído “accidentalmente” de los puentes amando la vida; por decisión ante un deceso inminente, para evitar el hostigamiento en el servicio médico u otra muerte por fuerza en la prisión; por decisión, por asfixia y con ayuda de Marión. “Una vuelve a nacer al entender que solamente hay una vida”, y más que nunca las palabras de su preciosa guía adquieren sentido. “Param, param, param” baila después María sabiendo sin duda ni temor que ese es su nombre, con el vestido heredado y, por primera vez, fuera de su jaula. Alrededor, caen las hojas del otoño y cientos de plumas blancas; el aire que le dio la bienvenida antes, la reconoce y la acoge al fin.
Juguetes rotos es una obra escrita y dirigida por Carolina Román en donde los actores españoles Nacho Guerrero y Kike Guaza, con un pulido trabajo físico, unos cuantos elementos escenográficos y algunos efectos de luz, logran narrar, con potencia y conmoviendo al público casi hasta las lágrimas, lo que de viva voz pocas veces se ha dicho sobre el periodo franquista. Tenues, mas constantes y espontáneos, son los momentos donde la risa aminora el impacto de algunas de las tragedias más letales y perpetuas: la anulación, la confusión, la culpa, la forzada inexistencia, la imposibilidad de ser bajo la etiqueta de una normalidad para la subsistencia.
Producciones Rokamboleskas
Juguetes rotos
14, 15 y 16 de octubre de 2021
Teatro Principal
Fotografía: Gabriel Morales (cortesía FIC)