Soñé con él, con su olor a mantequilla y azúcar refinada. Había vuelto como acostumbra a hacerlo: cuando nadie se lo pide y yo desearía no verlo. Parpadeé y no era un sueño; ahí estaba, de pie frente a mi edificio con una macetita de bienvenida.
“Me tardé, pero te he extrañado todos los días”, llevaba el cabello revuelto como siempre y usaba una camiseta con una frase irónica. Ahí había un hecho y dos mentiras. La verdad a medias que usa desde que lo vi por primera vez.
Me asumo responsable de olvidar las banderas rojas que le brillan en los ojos; de bajar la guardia cuando se aparece como el fantasma en el que se ha convertido; de minimizar el olor a combustible que emana desde cada poro; de aceptar el abrazo al que le siguen tres si que no confirman nada.
Tal vez diga la verdad, como si yo la mereciera y él la hubiera prometido. Recuerdo la caída sin paracaídas desde la repisa donde lo puse hace mucho; el pedestal, debo aceptar. Dolor muscular y noches en vela.
“Te sienta bien el cabello largo”, he escuchado cosas similares en el pasado, todas de su boca; cumplidos vacíos que solo traen tormentas a la cocina; esfuerzos de que lo que se disuelva sea sal y no azúcar.
Quiero preguntarle a qué ha vuelto, pero se la respuesta; una mentira que repite cada cierta temporada de soledad. La misma que me ahogaba por las noches; la que me hacía olvidar mi nombre y me obligaba a llamarle. La prueba de lo bien que mentía sin tener que decir mucho.
“Te necesito”.