"Matar un ruiseñor es pecado"
-Harper Lee.
Dos semanas me tomó recorrer los rincones de la ciudad de Maycomb, pasar a cada una de las casas y sentarme en las mesas de cada una de las familias que ahí habitan, entender la procedencia de sus costumbres y actitudes.
Recorrí los plantíos de algodón, me bañé en la laguna y corrí por las calles inclinadas jugando con los niños.
Dos semanas tardé en descubrir una serie de anécdotas, aparentemente sin conexión, que le daban sentido a toda la 'actualidad' que se describe en "'Matar un ruiseñor".
Evidentemente, es en dicha obra literaria, donde descubrí la frase que precede el presente texto, si bien, el autor explica por medio de uno de los protagonistas, que asesinar un ruiseñor es considerado pecado por el hecho de que estas aves no hacen otra cosa que cantar, es decir, no causan un mal a nadie, se entiende perfectamente que asesinar a cualquier animal no es más que un acto vil y sin sentido, puesto que no son amenaza para el hombre, y que, (perdonen la redundancia), si estos atacan a los hombres, es porque el hombre es quien amenaza su existencia.
Pero no podía quedarme con esa explicación, una novela ganadora del Pulitzer debería tener un sentido más profundo en las lecciones de vida que describe en su contenido, y no me equivocaba, pero, ¿A qué sentido hace referencia?
La pérdida de la inocencia
Así es, a lo largo de la obra se plantean situaciones que suponen una enseñanza para la figura principal, una niña de 8 años que comienza a descubrir el mundo que la rodea. Constantemente se cuestiona (como todo niño de esa edad) el por qué de una actitud, de una acción, de otra reacción, de las condiciones de vida de este o aquel individuo, y su padre -quien ejemplifica el ideal de hombre y a quien pocas veces entiende- amorosa y pacientemente le explica y responde cada uno de sus cuestionamientos, pero también los adultos con quienes tiene un trato, y son estos últimos quienes le dan la posibilidad de entender a su propio padre.
Es difícil no sentirse abrumado al descubrir que, poco a poco y de manera casi imperceptible, el alma se va corrompiendo conforme vamos haciéndonos mayores, que aceptamos sin más la malicia que nos ha inundando en todo aspecto y que ahora vemos como algo normal y cotidiano. La inocencia se presenta en los niños, quienes no entienden de odio ni rencor, quienes no desean el mal a nadie y si llegasen a expresarlo, podemos estar convencidos que ni siquiera entienden lo que significan sus palabras o 'deseos'.
Pero la inocencia también supone para aquellos que, pese a saber y ser conscientes de la maldad, se niegan a practicarla, puesto que en ellos se ejecuta una moral infranqueable.
Así, la inocencia, o la falta de ella, se ven reflejados en la manera que miramos este o aquel aspecto, en cómo pensamos de una persona, de alguna situación, en las palabras que utilizamos, en las acciones que realizamos.
Triste es percibir que en nuestros días, incluso los niños pierden la inocencia a una edad muy corta, que les llenamos de malicia, de prejuicios negativos, de violencia, discriminación y clascismo, de envidia y avaricia, porque eso es el pan de cada día, porque creemos que esto es la realidad.
Como dijera la filósofa Mariana Urquijo:
"Ojalá nuestra sociedad no tuviera tan asumido que la inocencia es un sueño y que su pérdida es una entrada en la realidad. Ojalá nuestra concepción de la realidad humana y social fuera otra más colectivista, menos competitiva y más amorosa, porque yo sigo sin resignarme a perder la inocencia."