Cuando mi hermana era niña dibujaba los cerros azules. En la escuela le decían que eran color café igual que la tierra, pero los puños de lodo con los que jugábamos en el receso no le parecían similares a lo que veía por las ventanas cuando íbamos por la carretera. En sus ojos las llanuras no eran montículos salidos de la superficie sino que, por el contrario, tenían más cercanía con lo alto con lo azul que es el cielo. Me limito a recordarlo porque, su percepción, es la forma en que ahora ya decido ver el horizonte y no la que es. No hay en mi cabeza algo real sino figuras o residuos de eso. Cuando pienso así me acuerdo del Molloy de Beckett. Aquel personaje, desde la enfermedad, advierte que no inventamos nada. Que somos una cadena de las últimas cosas que habitaron nuestra mente. En suma, una repetición, de aquello que consideramos siempre habitará nuestra memoria: personas, lugares, melodías. Sabemos lo que recordamos. Somos miembros de una extensa red que se debe al sentimiento y la urgencia de saber si ha vivido o conocido algo.
Memoria por Gabriela Cano
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