Música clásica: ecos de un pasado glorioso por Javier Arroyo

Pongamos algo en claro: escuchar música clásica —detesto esta definición por muchas cuestiones, aún no encuentro una que le haga justicia; si alguien conoce una mejor, hágamelo saber. No cuentan, las también imprecisas: música culta (es la peor), música académica, música de concierto, etc, — no es aburrido, tampoco se necesita ser un conocedor, ni es elitista ni costoso. A la pobre le han hecho una fama muy injusta desde hace décadas. ¿Quiénes son los culpables? Pues muy fácil, la misma gente que se dedica a ella; ya sea interpretándola, gestionándola, creándola, etc. Desde hace más de un siglo imposiciones acartonadas de vestimenta, comportamiento, ideología y hasta una supuesta superioridad por dedicarse a ella, la han alejado del gran público. Y eso es una injusticia tremenda, porque todos somos herederos de esa música, nos pertenece, ya que es un legado cultural de la humanidad. Me pregunto si a Dvorak, Schumann o Sibelius, les hubiese gustado que en las salas donde se interpreta su música, estén medio vacías, sin público joven o infantil, con viejitos tiesos, vestidos como si estuviesen invitados a un banquete de la realeza. Eso obviamente espanta, repeliendo a un gran número de asistentes potenciales. Ahora imagínense, si además de todo lo anterior, te dijesen que no puedes aplaudir hasta que te sea permitido, que hay una serie de reglas que tienes que obedecer al dedillo, o peor aún, que no puedes pararte a bailar —si tu cuerpo te lo pide, estimulado por la música— gritar de emoción, o cualquier expresión corporal que denote excitación o felicidad. Con tantas reglas ni aunque les pagaran irían.

         Es de entenderse, la cara de fuchi que ponen, cuando le dices a cualquier persona, que gozas de escuchar música clásica. Te perciben como alguien raro, sangrón, ñoño, inteligente —como si este último fuese un insulto—, culto y demás adjetivos. Y todo esto gracias, a la mala fama que le han impuesto, a una música que tiene todo menos, de lo que se le tacha. 

         Habrá que poner algo en contexto: la música llamada “clásica” era el pop de esas épocas. Era la música más popular. Beethoven, Mozart, Schubert, Brahms, Tchaikovsky, Mahler, Rajmáninov, Paganini, Liszt, eran los rockstars de su tiempo. Las personas comentaban: “oye, ¿ya escuchaste la nueva ópera de Puccini?” Como ahora decimos si ya escuchamos la nueva canción de Lady Gaga. Auditorios repletos de oídos deseosos por escuchar la nueva sinfonía de su compositor predilecto —que varios dirigían sus mismas obras—, teniendo giras de cien conciertos por año, contratos millonarios (algunos de ellos como Verdi), firmas de autógrafos —y como en esas épocas no existía la música grabada, les firmaban las partituras con sus composiciones—, convivencias con sus fans. Todo lo que hoy vive una bandita de medio pelo —con 30,000 oyentes mensuales en Spotify, 40, 000 seguidores en Instagram— lo vivieron ellos. Tenían agentes —managers, ahora—, contadores, abogados, secretarios, etc. Toda una industria como lo es hoy día.  Claro que también existieron los independientes.

         Los invito acercarse a esta música tan maravillosa, déjense sorprender por todo lo que les tiene que contar. Vayan a los conciertos, vívanla como cualquier otro género musical. Si quieren aplaudir, aplaudan, si les nace bailar, bailen, si les nace gritar, griten. Quítense toda idea negativa que tengan sobre ella y denle una nueva oportunidad. Y ya que estén enamorados de ella, háganle un favor: recomiéndenla con sus amigos y familiares, invítenlos a conciertos y así, todos juntos, le vamos quitando toda esa patina nefasta y maloliente, en la que la han tenido envuelta.

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