Las teorías sobre la experiencia estética, a grandes rasgos, pueden agruparse en dos perspectivas: la contemplación y la reflexión. Desde los filósofos clásicos hasta nuestros días, hay quienes sostienen como suficiente el contemplar sensorialmente (vista, oído) para experimentar el arte; por el contrario, otros argumentan que es únicamente en la reflexión donde puede lograrse un verdadero impacto, es decir, una especie de catarsis intelectiva conscientemente apropiada. En ambas posturas hay sentido, pues en la praxis del espectador ambas ocurren en mayor o menor grado, aunque quizá sería apropiado considerar la existencia de obras para la razón y obras para los sentidos, o quizá el asunto sea todavía más sencillo que el plantear una metafísica del arte, pues esas variantes receptivas bien pueden depender del estado, las circunstancias o hasta el temperamento del sujeto espectador.
Quien asiste a eventos de danza contemporánea posiblemente ha enfrentado este dilema, pues, además de poseer un código complejo, en esta danza el artista busca comunicar un mensaje propio, al mismo tiempo que pretende mantener su discurso abierto para el otro. Por eso, un público activo es necesario si se desea una experiencia reveladora; sin embargo, la contemplación del movimiento sin interrogantes también puede ser en suma deleitosa.
Who We Are in the Dark, de la coreógrafa canadiense Peggy Baker, es inicialmente una obra para la reflexión. Desde el título, el cuestionamiento metafórico es tan directo que atrae a un tipo de público inclinado hacia esa experiencia; además, la propia artista ha expresado que el proceso creativo tuvo como base un trabajo conceptual sobre la intimidad, la incertidumbre, el sufrimiento, entre tantas otras ideas asociadas con la oscuridad.
Un sonido vibrante, pulso tenso, descubre un escenario sin cortinas, desnudo. En la pared del fondo se proyectan espirales luminosas en blanco y negro, frente a las cuales baila angustiada y confundida una mujer. El cuerpo dancístico se incorpora como eslabones de una vertiginosa cadena en movimiento, donde imperan los sonidos primitivos, casi como un clan peleando por la supervivencia: gruñidos, exhalaciones, gritos, envueltos en luz azul.
El estruendo de una batería al mismo tiempo de la proyección monocromática de una bocina, funciona como transición para una escena donde un hombre y una mujer unidos en movimiento, son arrebatados en medio de un desorden provocado por sombras que se arrastran. Ella se mantiene sola en el cuadro y entonces toma protagonismo la música del violín, mientas se suman, una por una, tres mujeres más; juntas toman sus manos, se apoyan en los hombros, impulsan recíprocamente sus movimientos, como si consolaran a la que había sido abandonada; luego bailan sin contacto, fuertes tanto en solitario como en colectivo; al fondo brilla el violeta de la luz.
La coreografía continúa con un cuadro de hombres, cuya expresión corporal junto con los sonidos vocales, conforman un ambiente de hostil virilidad. Conforme transcurre la obra, poco importa el mensaje, pues la armonía de los cuerpos es tan cautivadora que obliga a ver sin perder detalle. Durante algún momento en que nadie fue consciente, la energía de la danza generó un ambiente de absoluta contemplación. ¿Qué pasa en escena, qué historia es la que se cuenta?, poco importa porque, junto con la hipnotizante música, la misma emoción que experimentan los bailarines vibra en los oídos, en los ojos, en la piel. Quietud y enseguida algún alma conmovida desborda en un aplauso su euforia sensorial.
Tres hombres, entre humo, tensión sonora, luces rojas, verdes y amarillas, reptan como bestias al acecho; en modo de caza buscan y atrapan a las mujeres que, así como se incorporan a la escena, entre gritos sordos y esporádicos, escapan. Cuelgan estandartes entintados y rotos, como los de las protestas civiles, y un grupo de encapuchados, algunos con bandas en las muñecas, se unen en tribu a la furiosa danza para arrancar las banderas.
Dos hombres permanecen y en su baile, aunque los gestos (en manos, brazos, rostros, pechos) podrían pasar desapercibidos a causa de la velocidad de la ejecución, se enfrentan en una lucha erótica y caen al piso exhaustos e inertes; dos mujeres aparecen y ocurre lo mismo, pero su trazo crea un entorno más íntimo; finalmente una pareja heterosexual inicia una danza de encuentro y reconciliación.
La oscuridad es reemplazada por un fondo blanco con colores en arcoíris y la mujer, antes desconcertada, ha cambiado el negro de sus ropas por el blanco, con la vista esperanzada hacia el vacío y los brazos abiertos en señal de liberación. En los asientos, ya sea por el hallazgo de una interpretación reflexiva o por la contemplación de la bellísima obra en movimiento, también se experimenta ese artístico placer liberador.
Peggy Baker Dance Projects
Who We Are in the Dark
19 y 20 de octubre de 2019
Teatro Principal
Fotografía: cortesía FIC