“Seguimos siendo nómadas”, fue la revelación que llegó con un bocado de pollo asado, en uno de esos momentos en que me quedo mirando al vacío, aún cuando me acompañen amigos a la mesa. Tenedor y cuchillo se quedaron suspendidos a medio muslo (del pollo, por supuesto), bloqueados por esta repentina idea que, me dirán algunos, es una tontería, nada más que una ocurrencia, porque hace siglos que el ser humano se asentó en las ciudades, y me hablarán de agricultura, de domesticación y otros tantos temas que llevaron a la gente al sedentarismo.
Pero tengo que insistir. No es que seamos iguales a esos primeros pobladores del mundo, porque probablemente la evolución sería la primera en darme una muy merecida bofetada. No obstante, algo de ellos parece haber permanecido en la humanidad a lo largo del tiempo, porque no negarán que siempre ha habido viajeros y paseantes.
Es cierto que hay quienes se ven obligados a moverse, nómadas forzados, que se desplazan para sobrevivir, buscando tierras mejores y más amables, huyendo de dictadores y de las mentes cerradas y temerosas de todo lo diferente; pero también están los que lo hacen por gusto, los que necesitan estar en movimiento, porque el sedentarismo los agobia y llegan a un punto en que si los pies nos se mueven, se convierten en estatuas grises, sin vida.
Curiosos, aventureros, audaces, inquietos, aventados, locos: los paseantes y viajeros. Estos nómadas de hoy van recorriendo caminos, las huellas de otros que les sucedieron, dejando su propio rastro para que los que vienen detrás puedan pasarlo también, tropezando unos con otros mientras se pierden por calles y callejones de las ciudades del mundo, por senderos y entre la maleza de infinidad de espacios donde aún no es todo de concreto y metal.
Hasta aquí el pollo ya no está caliente, pero la revelación va tomando forma.
Muchos, tal vez todos, tenemos ese poquito de nómada, que se puede manifestar en menor o mayor medida, potenciado por otros factores como los recursos, la familia, el trabajo o el propio carácter. Cada uno tiene sus propias ataduras y éstas determinan qué tan lejos ir, o durante cuánto tiempo, por eso hablo de paseantes y viajeros, parecidos, distintos, de pies inquietos y espíritu curioso.
Los paseantes consiguen satisfacer su nómada interno recorriendo la ciudad, haciendo alguna exploración más lejos de vez en cuando, disfrutando de ese pequeño placer que es andar sin rumbo, viendo las calles, los distintos estilos arquitectónicos, deteniéndose ante algún escaparate, analizando a los otros paseantes o a esos sedentarios que tal vez sean como nómadas de clóset.
Los viajeros, en cambio, suelen ir más lejos y durante más tiempo, son como paseantes de resistencia, recorriendo no sólo una ciudad sino países, continentes enteros, ansiosos siempre por ver lago más, por probar nuevos sabores y experiencias, por estar en otro sitio, coleccionando momentos y fotografías, recogiendo piedras y conchas de cada playa, incluso frágiles hojas.
Los nómadas de hoy tienen un hogar al que volver después de un breve paseo o de un largo tiempo sin parar, para recuperarse, para proteger sus tesoros (sin terminar como Gollum), para volver a su lado sedentario y sus raíces antes de echar a andar en busca de una nueva ruta.
En este punto ya no hay ni pollo ni verduras, sólo el gato que me mira mientras divago y que seguramente me juzga a su felina manera, descartándome como una humana inferior.
De nuevo pienso que, seguramente, casi todos conservamos ese gen nómada que podemos denominar nuestra “pata de perro”. Yo misma me embarqué en un viaje con sólo una mochila a cuestas, después de bastantes años siendo la imagen que acompañaría la definición de sedentaria en el diccionario.
Y una vez que activas a tu nómada interno, no puedes silenciarlo del todo, si acaso lo aplacas ligeramente haciendo una transición de viajero a paseante, pero tarde o temprano tendrás que moverte.
Es posible que alguien niegue la existencia de esos restos que permanecen en nosotros, pero supongo que siempre se le pueden dar múltiples interpretaciones, como mi ocurrencia de hoy. Quizás mi idea de ese pedacito de nómada que conservamos es sólo un impulso sin razón, ese deseo de mantenerse en movimiento, de seguir el rastro de las huellas que nos dejaron los que ya pasaron por ahí o de encontrar nuestro sitio para finalmente establecernos.
Algunos estudiosos, mientras tanto, sí que dicen que los genes, las células, tienen memoria, que el cuerpo y la mente guardan la información de generaciones. Tal vez por eso sí seguimos teniendo un algo de nómadas. O quizás, simplemente, como dice un proverbio: “nuestros pies nos llevan a dónde el corazón se inclina”.
Coco Márquez vive en Guanajuato. Realizó estudios en comunicación, gastronomía y artes. Escritora, profesora y ávida lectora. Viajera y paseante. Amante de la historia, los misterios de la memoria, la magia y las largas conversaciones.