El conflicto se había desatado durante la floración de los primeros retoños. A cada día un suspiro de crisantemo seguido de un alarido de narcisos o el murmullo de una orquídea. Pronto lo fueron habitando todo, uno emergía del enchufe, otro del lavamanos, uno más de la chapa en el recibidor, otro allá por la alcantarilla como pequeñas albricias anunciadas y graciosas. Ante estos escándalos floridos la comunidad nunca pensó erradicar la plaga sino combatirla con mayor variedad de claveles, de dalias y hortensias. La novedad de estas especies cambiaba por completo las reglas del juego. Todo esto lo notaron cuando emergieron las faldas de pétalos dentro de los vasitos de vidrio, de los estuches, las cosmetiqueras y los alhajeros. Sin embargo, confirmaban el toque de candor y fraude que las demás flores no ofrecían, inspiraban fragilidad, devoción, tibieza.
Lo que sucedió luego fue que nadie se había percatado de los girasoles. Asomaban sus cabezas de los bolsillos de las chamarras y los pantalones, eran los secretos guardados de algún conspirador solar. Cuando los nardos adornaron las hebillas de los cinturones y los botones de los abrigos nadie se abstuvo de las flores. Pero llegó un momento en que no se supo qué hacer con las flores ¿quién se habría preocupado antes? Nadie se alarmó que en la alacena y el refrigerador florecieran los tulipanes, reunidos todos a la mesa unos cuantos pétalos adornaban los platos. A esa alturas era inevitable ya comerse alguna flor u hoja desprovista.
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Ahora hemos optado por comernos sus semillas, sólo así nos aseguramos de verdad que no emerjan espontáneamente, ya sea semillas o hasta las raíces. Un pestañeo de astromelias cuando sale el sol, las buenas noches del rosal. Al estornudo de un diente de león nos dimos cuenta del horror, de la enfermedad en flor. Temíamos cualquier floración por alguna de nuestras protuberancias. Y sucedió que un día alguien aseguró el brote de azaleas entre los pliegues de sus axilas, otro que notó tréboles salir de sus oídos. Todos conjeturaban la siguiente nueva de alguna azucena brotada de las profundidades de la nariz o los restos de polen en el cuero cabelludo. Los niños han desaparecido ya, se piensa, drásticamente, que se perdieron entre los aromas de los largos campos de manzanilla y algodón. Nos habíamos equivocado, estábamos sujetos al suelo. Naturalmente, ahora vomito flores de jamaica y lavanda perfumada, la vida dejó de ser la misma entre las flores. No puedo decir que estamos mal, no del todo.
Llevo tanto tiempo aquí, enraizado. La extraño mucho, si tan sólo pudiera volver a verla y despedirme, un beso de geranios al final. Si mañana muero y amanezco en flor espero hacerlo en una flor blanca, una flor de la tregua…