Las ciudades rotas (2) Francisco Márquez

La ciudad como un organismo vivo, sabe y anuncia su muerte, va dejando ver la franca agonía por la que pasa y entre sus actos de supervivencia empieza a esconder restos de su tiempo para que después sean descubiertos por el dedicado observador que, atento, presencia el lenguaje de la ciudad.

Reunir tiempos distantes parece una literatura fantástica que, al modo de Julio Cortázar, se permite colocar en el mismo relato al Imperio Romano y una moderna ciudad francesa. Marco, el gladiador que protagoniza “Todos los fuegos el fuego” sabe, al igual que las ciudades, cuando su final está cerca:

«No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala […] Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas…»

La ciudad misma es también monumento que vence al tiempo y a la muerte, le otorga una victoria a “los otros” frente a la barbarie y a la catástrofe.

En lo que queda de las ciudades, cuando se rompen, también van quedando las vidas de quienes la habitaron. Esos restos aguardan pacientes a que llegue alguien y los observe para leerlos, como si se tratara de un lenguaje por descifrar.

Don Lucio Marmolejo, un presbítero, acuciosamente reunió entre 1883-84 las crónicas de siglos atrás de la ciudad de Guanajuato, en un documento muy conocido: “Efemérides Guanajuatenses” o datos para formar la Historia de la Ciudad de Guanajuato.

Es un texto que debemos ver a la luz de la distancia con la que Don Lucio escribió sobre hechos anteriores a los que presenciaría en vida. Sin embargo, nos presenta un detallado desarrollo de la ciudad, mismo que nos permite entender una parte importante de su configuración.

La ciudad se fue “armando” con un caserío regado por la cañada; unos cuatro barrios se integraron a su primer partido urbano y el río que pasaba en medio de la cañada quedó hecho la calle principal y, prácticamente, única arteria del centro de la ciudad hasta nuestros días.

Esta condición provocó que ante las fuertes lluvias o “culebras”, como nos cuenta Don Lucio Marmolejo, se creciera el Río Guanajuato, que se hallaba azolvado por residuos de las minas, sin lograr contener la fuerza del agua.

Esto mismo llevó a importantes empresarios y benefactores, ya desde el siglo XVIII, que construyeran contenedores de agua, tanto para retener la fuerza de la crecida del río como para tener una reserva suficiente para las épocas de escasez. Una de esas obras pías fue una represa que hasta la fecha conocemos como Presa de la Olla, conectada por un camino campestre a la ciudad.

Uno de los hechos que marcarían el paisaje urbano de Guanajuato sería el auge económico, siempre muy vinculado a la minería.

Tanto en la fuerte inversión para el embellecimiento de la ciudad, como en una concepción urbanística conforme a los cánones vigentes, se verán reflejados en el estilo estético de las edificaciones y también en su tipología. Este hecho modificará tanto la arquitectura pública como la infraestructura urbana, incluidos los edificios públicos y las casas habitación.

En 1555 fue bendecida la primera capilla en la entonces Villa, una primitiva edificación para el Hospital de los Indios Otomíes, al que le seguirían un par más.

De las edificaciones fundacionales del siglo XVI poco queda, sus primeras fábricas desaparecieron y permanecen si acaso algunas capillas de naturales u hospitales, casi escondidas en la ciudad. Sobre el trazo primitivo se fueron estructurando algunas calles y se donaron un par de predios para que se abriera la Plaza Mayor y la Iglesia Parroquial.

Ya para el siglo XVII se habían delineado las principales calles y establecido el partido urbano que conocemos del centro de la ciudad. No obstante, fue hasta el siglo XVIII, con el auge minero, que se presenció el mayor desarrollo de la ciudad, obteniendo en 1741 el título de ciudad, otorgado por Felipe V, bajo el nombre de “La muy noble y leal ciudad de Santa Fe, Real y Minas de Guanajuato”.

Entre otras cosas, la bonanza minera trajo para los santafecinos la introducción de una nueva nobleza, resultado del otorgamiento de títulos nobiliarios a algunos empresarios, que había aumentado sus capitales por la rica producción de metales y la introducción de nuevos métodos de extracción de minerales. Es en este siglo cuando la ciudad comienza a transformarse al estilo barroco vigente, evidente en algunos templos, pero también en las casas reales de esta joven nobleza o en las casonas de funcionarios de la localidad.

Para mediados del siglo XVIII estaban ya formalizados los Condados de Valenciana, de la Casa Rul y de Pérez Gálvez, así como los Marquesados de San Clemente y de San Juan de Rayas, quienes construyeron cerca de la Plaza Mayor sus casonas al mero estilo barroco.

Aún en nuestros tiempos persisten esos vicios de nobleza pueblerina que tanto llenaron de orgullo a los habitantes de la cañada.

En el relato de Cortázar la historia se une a través de fuego. En nuestra ciudad el tiempo distante se une por el agua, específicamente por el agua del río.

El final de las ciudades es simbólico, porque en su materia esparcida quedan restos de lo que fue antes. Sin embargo, las personas sí que se mueren, se mueren para siempre.

 

Recomendaciones

Para leer:

“Todos los fuegos el fuego”, 1966, de Julio Cortázar, libro de cuentos en el que se incluye uno del mismo nombre y donde por cierto los personajes habitan distintas ciudades, separas geográfica y temporalmente, pero con vínculos que saltan entre lo fantástico y lo real.

 

 

Francisco Márquez vive en Guanajuato, México / Realizó estudios en arte y administración. Especialista en gestión cultural. Amante del arte, la arquitectura y el diseño de interiores. En busca de los objetos singulares. Doctorando de Artes por la Universidad de Guanajuato.

 

 

Edición y estilo: María del Socorro Márquez González.

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