La danza de la polilla por Gabriela Hernández Correa

La mariposa del país de los muertos me observa vigilante. Allí, desde el rincón del techo donde sabe que no la alcanzo. ¿Dónde estás, Manuel?” Me pregunto mientras cierro la puerta dejando las ventanas abiertas. Su mirada se siente, penetra dentro de mí. Me siento más intranquila. Temerosa. «¿Por qué carajo te fuiste?»

 

Me aniquila la ansiedad. Y la Polilla me mira como queriendo consumir todo lo que está alrededor: astillando la madera, erosionando la pared, royendo los cables, mordiéndome los brazos. Mueve un poco sus alas de polvo, me da repulsión. Me volteo hacia el buró rojo donde sigue tu celular y veo tu rostro crispado, Manuel. «¿Por qué nunca quisiste cambiar?» Me amabas, lo sé. Porque solíamos volar por todas partes; juntos, alados. Con el vino marinando nuestros encuentros. Codo a codo. Labio en labio. Mano en mano. Mano en pierna. Mano en alma. Mano por todas partes. Danzábamos en el cielo derretido. Nos empapábamos de sonidos coloridos. «PERO NO, NO TE QUEDASTE CONMIGO».

 

“¡Cállate, maldita Polilla, déjame de joder con tus quejidos!” Me pongo los audífonos: “Vamos a hacer un silencio”, escucho… un silencio. Y te recuerdo. Con ese cabello negro y tu cuerpo fornido. El abrazo más caliente del mundo. La enredadera que cubría parte de tu cara. Tus ojos limpios. «¡No! Tus ojos brillantes, sí, resplandecientes por el brillo que emergía de tu celular, mismo que se reflejaba en tu mirada todos los días. Sí, tú barba que acomodabas una y otra vez antes de salir a no sé dónde, con no sé quién. Tu cuerpo que ya no se dejaba acariciar por mi mano. Y ese cabello que dejabas en la almohada del otro cuarto, donde preferías dormir cuando huías de mí. ¿Cómo pudiste?»

 

“¡Ya déjame en paz, Polilla de mierda!”

 

Pero tu celular suena, odio ese sonido, esa vibración. Lo odio con todas mis fuerzas. Contesto en tu nombre. Sólo se escucha un susurro que me dice: «¿Cómo pudiste traicionarme así si decías amarme? ¡Maldito mentiroso!» Cuelgo avergonzada. “¡Cállate, cállate ya, por favor!”

 

Un lágrima se me escurre. Cierro los ojos. Los aprieto fuerte. Los volteo. Los aplasto. Los cego por unos minutos. Me tapo los oídos con las manos polvorosas. Me disuelvo en pequeñas particular mugrientas.

 

Despierto y respiro. Despierto y me calmo. Despierto y estás allí, frío, recostado con la cabeza rota al lado del buró enrojecido, mientras yo te miro desde el rincón más oscuro del techo deseosa de «volver a volar juntos».

 

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